Semana veinte.
27-07-2020.
En Vozpopuli por Gregorio Morán.
SABATINAS INTEMPESTIVAS.
Este no es país para viejos.
Carecemos de sociedad civil. Nos movemos al impulso de los
partidos. Se sale a la calle, se protesta, nos irritamos, pero todo se hace a iniciativa
de esos instrumentos políticos nacidos para conquistar el poder, porque nos
incitan o nos convocan. Quizá fueron muy raros y breves los períodos de nuestra
historia donde se manifestaba una conciencia civil. Hoy es inencontrable. Si a
eso añadimos que las individualidades intelectuales que otrora mantenían un
cierto nivel ético han desaparecido tragadas por sus intereses, nos queda un
panorama desolador. Ha vuelto el intelectual militante de Estado, seguro y bien
pagado, y los aspirantes voraces a la búsqueda del resquicio que los convierta
en exégetas del mando. Me gustaría echar la culpa al mercado y a la
globalización, pero lo nuestro es de mesa camilla: no llames la atención si no
tienes quien te respalde y abone tus servicios.
No encuentro otra explicación de mayor enjundia para
analizar ese silencio de los corderos ante el holocausto de viejos en nuestro
país. ¡Quién no es lo suficientemente cool para aparecer ante el mundo, que se
limita a su pueblo y su chabolo, para no inclinar la rodilla ante el asesinato
de un negro en Minneápolis! Al fin y a la postre el reclinatorio solidario
apenas dura diez minutos y no merece la pena ni apagar el móvil. Toda esta
faramalla solidaria en Madrid y Barcelona me recuerda lo de aquel falangista
que dirigía el semanario “Sábado Gráfico”, Eugenio Suárez por buen nombre,
cuando, afectado por la negativa a una de sus triquiñuelas económicas, le
espetó al reticente interlocutor: “¿Para esto hemos muerto un millón de
españoles?”
La epidemia de coronavirus golpeó de manera brutal al
ejército inmóvil de viejos encerrados en las residencias. Casi el 80 por ciento
de los muertos, siete de cada diez. El Gobierno del Poder Absoluto trasfiere la
responsabilidad a las autonomías, si son del PP mejor; Madrid y Castilla León
llevan las de perder y sus muertos, por clara incompetencia cuando no
irresponsabilidad, tapan lugares que no deben citarse, entre otros Cataluña, un
desastre sin paliativos. Pero ya se sabe que cuando nuestros socios delinquen
es sin mala intención, a diferencia del adversario que es por esencia un
delincuente perverso. Entre todos lo mataron y él solo se murió, según el dicho
popular.
Dentro del espanto, lo que más llama la atención es la falta
de datos fidedignos; sólo en algún caso las familias gimen y protestan, pero
las cubre el silencio. Desde el 8 de marzo murieron en el abandono 19.400
ancianos, pero no hay rodillita que les homenajee. A estos solidarios de
sudadera en el fondo les importa una higa que desaparezcan los viejos, incluso
mejor que se retiren de los presupuestos; imagínense que algunos tuvieran
memoria y además votaran: qué pintan ellos en la 'nueva normalidad'. Nuestra
cultura social, especialmente la española, rompió con los abuelos en el
tránsito de los dos siglos. Quedaron en un vago eco de tiempos que mejor no
recordar. Cuando la precariedad fue convirtiendo la casa de abuelos en
guarderías low cost, tuvieron un sentido solidario; unos aguantaban los
reproches mientras otros salían corriendo tras dejar a los niños a buen recaudo.
Yo no tuve abuelos y lo considero una carencia de imposible consuelo, pero
nosotros pertenecemos no a otra generación, sino a otra época, como no me canso
de repetir. Ahora no se pasa página, se abre otra pantalla y eso lo cambia
todo, porque los libros de familia se conservaban, a menos de quemarlos, pero
el ordenador te abre mundos a voluntad y lleva a la nube lo que no se mira
nunca.
“El racismo es una pandemia” decía una pancarta en el Madrid
del holocausto viejuno. Hay que ser simple y estúpida -la llevaba una
adolescente- para confundir el culo con las témporas. Se creen que el racismo
se corrige con vacunas y el BOE cuando en realidad resulta como la estupidez,
la ignorancia y la xenofobia: están en el ADN de la sociedad y eso incluso
explicaría por qué conmueven las imágenes de un negro asesinado por un policía
y no provocan sino gestos de rechazo -¡que no, que no quiero verlo!- las camas
de esa residencia donde en demoledor y valiente descripción de Cinta Pascual,
presidenta de las Residencias de Ancianos de España, un médico con el juramento
de Hipócrates en la entrepierna entraba en la sala y declamaba su sentencia:
“¡Mórfico!” (dosis de morfina), adelanto del “éxitus” (fallecimiento
inminente).
A los viejos no sólo les quitan el futuro, aciago y efímero,
sino que ahora les arrancan el presente. Criterios científicos, dicen, como si
se tratara de prácticas de tanto Dr. Mengele como anda suelto en esa comunidad
humillada y militarizada que es el equipo médico, un ejército del que han
desaparecido los mandos y que pelea con escasos medios. ¡Tenemos la mejor
Sanidad de Europa!, decía el Gran Trilero antes de que la realidad le hiciera
volver a remover los cubiletes. El 14-M fue una frivolidad y un Gobierno no cae
por frívolo; de ser así no habría presidentes en España desde hace siglos. Los
Gobiernos pueden caer, eso sí, por mentirosos, pero es tan amplio nuestro
muestrario que estamos curados de espantos. Pasa todo.
¿Cuándo empezamos a llevar a nuestros viejos a las
residencias? Yo diría ¡sin criterios científicos! que sería hacia los 90 del
pasado siglo, al tiempo que la ancianidad se prolongaba y había cierta holgura
económica. Mis padres tuvieron una agonía cruel, pero nos los fuimos turnando
entre los hermanos hasta que él se fue muriendo por un tumor cerebral y ella,
que le sobrevivió un tiempo, se desmochó como un árbol caído; un agravamiento
cardiovascular obligó primero a la amputación de una pierna y luego de la otra;
un sufrimiento que pasó entre hospitales y las casas de sus hijos. Nunca estuvieron
en una residencia; ni ellos ni nosotros lo hubiéramos entendido. Murió en enero
de 1988, mal, como había vivido.
Por aquellos años el director de cine japonés Shohei Imamura
estrenó una emocionante desolación que tituló “La balada de Narayama”. La
historia de los viejos de un pueblo, pobre hasta la hambruna, que a finales del
siglo XIX se retiraban a la montaña a esperar la muerte, en soledad y abandono.
Sus vecinos no podían acarrear más miseria para sostener a quien hubiera
cumplido los 70. Entonces, recuerdo, que me dejó aventado esa historia antigua.
¿Quién podía imaginar que podía ser nuestro futuro?
28-07-2020.
Casi siempre en un punto indeterminado de la ciudad el
garito de sudor y fluidos perreando a oscuras así lo llaman ahora pegaditos la
camisa abierta el top sin sujeta tetas a la espera de noticias de la muerte
disfrutando de unos segundos de lo que nos alumbraron los mayores como vida ¡qué
buenas están! la morena la rubia la asiática la latina la europea la yanqui rozándose
en ultima instancia al poner en riesgo lo propio y lo ajeno...
T.L., post adolescente.
En Vozpopuli por Gregorio Morán.
SABATINAS INTEMPESTIVAS.
Una guerra no declarada
Si acierta quien dijo que la primera víctima de una guerra
era la verdad estamos comprobándolo cada día que pasa. Que nos están ocultando
lo que ocurre resulta una evidencia; que nos engañan ocultando los datos más
evidentes de la pandemia en aras, aseguran, de no provocar miedo, y que juegan
con algo tan sustancial como son nuestras vidas alegando que debemos huir del
catastrofismo. Todo eso es cierto, pero no podría hacerse sin la complicidad de
los ayudantes del verdugo. Nos engañan para aliviarnos de la pena y eso es tan
falso como ellos. Confieso que por principio siento más desprecio hacia el colaborador
necesario, el cómplice, que repulsa ante el criminal confeso.
Las estadísticas anónimas de enfermos, de afectados, no
digamos ya las de fallecidos están trucadas y suben y bajan por razones que se
nos escapan pero que a buen seguro ellos deben conocer, porque son quienes las
fabrican. Como se trata de una guerra no declarada y con numerosas víctimas
juegan con los sentimientos para ocultarnos la realidad. Y quizá esa realidad
no sea otra que el convencimiento de que no saben qué hacer para detener la
catástrofe salvo sacar estadísticas, en general comparativas. Estamos mejor que
otros, luego no lo hacemos mal, sino magníficamente. Como corresponde a quienes
siguen con la letanía de contar con la mejor sanidad del mundo. Se aplaude la
incompetencia, no los esfuerzos sanitarios.
Mienten como bellacos y detrás de sus mentiras no ocultan el
desprecio con el que nos tratan. No tenemos más fuentes de conocimiento que
aquellas que nos regalan con cara de conmiseración, como si sufrieran lo que no
sienten y estuvieran más afectados que nosotros, convertidos en víctimas de la
suerte. Que nos infectemos o no parece una cuestión de azar que uno debe llevar
como un baldón porque nadie precisa por qué nos contagiamos y por qué caen más
los viejos y los pobres. No hay previsión alguna que no sea el medieval
confinamiento, como si nos enfrentáramos a la peste negra. Ahora la panacea se
dice mascarilla, cuando ayer era superflua, y se parte de la base de que somos
nosotros mismos los culpables por no seguir con rigor las improvisaciones que
se le ocurren al Ministro de Sanidad y a sus anónimos asesores.
No hay que politizar la pandemia, dicen los únicos
autorizados a pontificar, pero si a usted se le ocurre cuestionar si esos
caballeros saben de qué va la cosa y tienen alguna idea de cómo afrontar las
batallas antes de que se salden en derrotas, entonces aparece la política.
“Usted está politizando la lucha frente al coronavirus” es la expresión
tapabocas que se utiliza frente a los que preguntan si las cosas se están
haciendo correctamente o rematadamente mal. De nuevo volvemos al viejo recurso:
la política aparece cuando se cuestiona el Poder, pero ejercer el Poder no
tiene nada que ver con la política, sino con el patriotismo y la solidaridad. Llevaba décadas sin oírlo y ahora vuelve,
pero al revés; quien se pregunta qué están haciendo es la malévola derecha
emboscada, pero quien aprueba lacayunamente lo que le dicen hoy y que no
dijeron ayer, esos son la izquierda asumiendo las difíciles tareas del
Gobierno. Tiempos curiosos estos, en los que se reprocha hacerse preguntas
porque da alas a la extrema derecha. Y lo más maligno es que hay muchos que se
lo creen sin necesidad de cobrar de las arcas del Estado, por cándida
ignorancia.
En una guerra no declarada hay que inventarse la perversidad
del enemigo, en este caso el ignoto coronavirus. Primero se pasó como sobre
ascuas por la mortalidad escandalosa de los geriátricos y nadie parecía
interesado en saber por qué los viejos estaban recluidos en palacios de mierda subvencionados;
por fuera apariencias suntuosas, por dentro precarios servicios sanitarios y
sociales. Además, eran muchos, tantos que muchos descubrieron un nicho de votos
que antaño usaban las monjitas para sus inclinaciones religiosas. Ya no quedan
monjitas y la población senil ha mermado tanto que habría que ir pensando en
una asociación o partido de Ancianos Marginados. Entonces veríamos a los
líderes políticos dando mítines solidarios a unos abuelos que ya están de
vuelta de los embelecos. Serían menos ingenuos que las masas de indignados que
aspiran al Poder y disfrutan de los emolumentos de la hacienda pública.
En una guerra de las características de la que estamos
viviendo, los enemigos caducan. Llega un momento que la ciudadanía se harta de
que la engañen con un solo juguete mortal. Los viejos siguen muriendo y me temo
que en mayor proporción que antes, si me es dado decirlo sin que te acusen de
enemigo del Gobierno de izquierda, el más de izquierda de la España del siglo XXI, con
permiso de Zapatero.
Terminada la
Tercera Edad como recurso mediático para simples, ahora toca
los Jóvenes. No hacen nada que no llevaran haciendo hace años, hace meses y
hasta el supuesto pico de la pandemia, pero su carácter letal es reciente. Los
jóvenes, término lo suficientemente laxo para comprender “a todos y a todas”
los que no están en la pomada, se han convertido en el foco de atención de la
clase política empoderada y sus canales de influencia. Como lo cursi se ha
elevado a categoría política sobre lo que no caben bromas ahora hemos de
referirnos a los jóvenes “y al ocio nocturno”. ¡Ocio nocturno! ¡Otro hallazgo
semántico!
Ya no se trata de un canuto de maría sino de la capacidad de
contagio de millares de jóvenes en una discoteca. ¿Alguien se imagina a los
adolescentes, a los que durante años les alimentaron la soberbia de ser joven,
tener qué gastar y ganas de pasárselo bien, bailando o eso que se parece a un
meneo del cuerpo, usando mascarillas y respetando la distancia de seguridad? O las cierran o los dejan a su aire, lo que
manden los que mandan, pero mascarillas y distancias van más allá de la
papelina y la farlopa. Ahora bien, si se trata de engañarnos, ¡hale hop!, todos
con la tela en la boca y a dos metros de distancia, sin salirse de la línea.
Nos están engañando de tal manera que debemos creernos hasta
lo que es imposible. Lo de los jóvenes y el ocio nocturno resulta un buen
recurso para fabricarnos un culpable a la altura de nuestra desvergüenza. Ellos
contagian a los mayores, a las familias, a su entorno virgen y mártir. ¿Antes
no contagiaban? Sí, pero no habían descubierto lo fácil que era.
¡Ponte la puta mascarilla!
De cualquier tutor a su tutorado.
Hace ya más de tres años que una persona joven no lee
voluntariamente un libro; ni durante el confinamiento obligatorio.
Nuestra sociedad, a brocha gorda.
A.O., librero.
¿Qué es una paja?
E.T., de otro mundo.
¡Los putos ajos hay que dorarlos a fuego lento!
G.F., metafórico.
¡Has tenido demasiadas oportunidades! le dijo el tipo a la
mosca.
Aplastada.
H.H., biólogo.
29-07-2020.
Autor: Adrián Grant. Título: Nada ilegal, nada inmoral.
Editorial: Caballo de Troya.
pp. 163-165
¿Qué empuja a uno a querer ganar dinero, mucho dinero? Las
ganas de vivir mejor. Las camisas planchadas en el armario, los viajes exóticos
y las comidas elegantes, las gafas de diseño y los muebles caros, la madera, el
cuero y el acero, la alta calidad, la buena calidad, la mejor calidad. Pero,
por encima de todo, la sensación de paz que transmite una cuenta bancaria con
muchas cifras, el capital diversificado, generando rentas, los pisos
alquilados, los paquetes de acciones, las participaciones en fondos de
inversión, los dividendos anuales, los bonos y sus intereses. Esa placentera
sensación de saber que, pase lo que pase, tienes la vida resuelta. Podría
parar. Podría vender mi parte de la empresa, retirarme, desanudarme la corbata
y volver a casa, seguir llevando una vida cómoda sin necesidad de trabajar un
solo día, pero no se trata de eso (aunque para muchos sí se trate de eso). La
sensación, esa sensación, es ya una gran victoria, pero quedan muchas más. Es
necesario ver hasta dónde soy capaz de llegar, ya que no se trata sólo de
dinero, aunque también se sigue tratando de dinero: vivo holgadamente, aunque
no soy ni por asomo un multimillonario. Clase alta. Ya ni siquiera clase
media-alta. Pero no élite. Aún no. Todo lleva su tiempo, y tal vez llegue, tal
vez no, pero, pase lo que pase, no me voy a quedar con una mano delante y otra
detrás, esa posibilidad la dejé atrás hace tiempo. Pero ¿es esa sensación el
único motivo de que haya decidido ser asesor fiscal, desoyendo las normas más
elementales de la ética, y lanzarme a por una fortuna culpable? No hay fortuna
inocente, dicen, o al menos no hay grandes fortunas inocentes. Uno siempre puede
tener suerte, conseguir un capitalito y administrarlo con mano diestra, pero la
clase de dinero que tengo en mente, o al menos la vía que tengo disponible para
alcanzarlo… No veo la inocencia por ningún lado. He tomado una gran decisión
moral y tengo que vivir con ello: sé que lo que hago es injusto, sé que, si
bien no soy responsable del juego de suma cero que crea la competencia entre
multinacionales y las obliga a optimizar sus bases imponibles, así como tampoco
tengo culpa de la ineficiencia de los Estados que no pueden gestionar sus
recursos sin exprimir a sus ciudadanos mediante una carga fiscal insoportable,
sí tengo cierta responsabilidad por ser un engranaje más del sistema. No soy
imprescindible (¡estoy muy lejos de ser imprescindible!), pero la alternativa
me aterra. ¿Acaso iba a desperdiciar mis conocimientos y mi talento por una
postura moral? ¿Renunciar a mi vida holgada, a la paz infinita, a mi estatus, a
mis bienes y a la tranquilidad que me da llevar una vida cómoda porque algún
tipo pueda decirme de vez en cuando que lo que hago está mal?
Lo consideré, de verdad que lo consideré pero creo que no
había ninguna salida; me quedé sin hacer nada, tirado, esperando a que un rayo
me fulminara.
T.T., pura dinamita mojada.
Que dice el señor presidente del país que si la extrema
derecha...
P.S., otro cuento para dormir.
Parece que se ha reactivado el PIB (producto interior bruto
de cada persona); lo noto en los músculos, la chicha y el ánimo; intuyo que
durará muy poco.
L.O., embelesado.
¿Cómo va lo de los rebrotes?
I.I., viajero.
30-07-2020.
En Vozpopuli por Gregorio Morán.
SABATINAS INTEMPESTIVAS.
¿Quién dijo miedo?
Lo que no está descojonado amenaza con descojonarse. Las
noticias caducan y se hacen más inquietantes de hora en hora. Sabemos que estamos
al albur de unos líderes colegiales que no hacen otra cosa que echar aceite
sobre su amodorramiento. Todo tiene esa letanía de ambigüedad del que no se
sabe si amenaza o pone pañales para contener la primera consecuencia de esta
pandemia, la diarrea. Y entretanto los tertulianos de los fondos perdidos no se
cansan de repetir una y otra vez que no caigamos en el catastrofismo.
¡Pero si estamos viviendo en plena catástrofe, a qué vienen
los pañales! Dejémonos de engañar a los creyentes y abordemos la realidad tal y
como viene. Nadie está preparado para una pandemia y menos aún nosotros, que
llevamos años diciéndonos monadas ante los espejos del poder. Es decir, que
allí donde otros han de abordar una peste en pleno siglo XXI, lo que de por sí
es tarea inconmensurable, para la que ni hay medida ni precedentes, nosotros
hemos de añadir una caída sin fondo de la credibilidad de las instituciones,
empezando por el Gobierno y pasando lista por la clase política. Sólo un
deficiente mental, holgado de vanidades, puede decir al mismo tiempo que
tenemos la mejor sanidad pública del mundo para luego añadir que no tiene ni
zorra idea de qué hacer de aquí a mañana como no sea alertar de que viviremos
tiempos difíciles.
Cuando un jefe político habla de horas siempre se refiera a
días y si dice semanas es que en lo concreto se trata de meses. Preparémonos,
lo que nos espera tendrá consecuencias de años. Los columnistas avezados en el
monótono arte del barnizado del poder nos quieren precaver contra el
derrotismo. Ejercen de orquestina del Titanic. Estamos sumidos en la derrota y
para prepararse a aceptar nuestra condición de víctimas se necesita más
valentía que para engolar la voz y gritar: ¿Quién dijo miedo? No es sólo que
estemos acoquinados, que ya es un estadio para temer, es que nos encontramos
inertes. Ya no hay fakes que nos conmuevan y que exijan comprobación; lo que
afrontamos es una lluvia de mentirijillas y paliativos que apenas son capaces
de cubrir la consternación general.
Hay gente, mucha, que se consuela viviendo de mentiras. Que
si el fútbol, que si las procesiones, que si las fiestas tradicionales, porque
la historia es una vacuna para ingenuos y para idiotas. Circulan manipulaciones
para hacer culpables a los adversarios, como si eso nos aliviara de la que está
cayendo, y en el fondo todo se resume en dos condiciones que los dioses no nos
han concedido: una dignidad ética por parte de quienes han sido elegidos para
dirigir el país y no sólo su sagrado trasero, y el pleno ejercicio de asumir la
autoridad en tiempos de zozobra. O lo que es lo mismo, ética y valor. Es
difícil con los mimbres que nos ha deparado la historia reciente hacer con eso
un cesto. Somos tan buenos y libres que se nos ven las costuras.
No seamos catastrofistas, aseguran los fabricantes de
catástrofes. ¿Acaso piensan que somos idiotas, por más que tengan motivos para
creerlo, si a partir de este momento quedan en suspenso las elecciones en toda
España, si la vida cotidiana sufre un embate que exige cambiar no sólo de
costumbres sino de modo de vida, si la economía – siempre tambaleante- entra en
crisis total porque hay que contemplar la obligación de pararla; que nos
muramos de muerte natural, por consunción pero sin coronavirus?
No deja de tener su deriva sarcástica la exaltación del teletrabajo.
¡Todos a las redes! En un país que oficialmente tiene gran parte de su economía
en el sector servicios y que el número de camareros no es ni siquiera
contabilizable, ¿alguien se imagina cómo llevar eso desde el móvil? ¿Y la
construcción, el otro paraíso perdido del empleo? Pasamos, pues, de la
precariedad laboral a la pobreza pura y dura. ¿Que la Administración va a
compensar las pérdidas? No nos dejemos engañar. Cómo lo va a hacer y desde
cuándo, qué oficinas se habilitarán, ¿lo haremos por alta definición?
Todo está en quiebra, y lo que no está, pasa a la categoría
de amenazado, pero los poderes públicos, por esa consuetudinaria manía de nunca
decir verdades sino paliativos que se ajusten a sus mentiras, repiten que sobre
todo no caigamos en el alarmismo y menos aún en el catastrofismo. Ahora que el
coronavirus ha empezado a enseñorearse del Parlamento e incluso del propio
Gobierno, ¿alguien tendrá la ingenuidad de que eso va revertir en mayor
interés? Se equivocan. Sin apelar a la demagogia, por pura evidencia, ellos
seguirán con sus emolumentos y no necesitarán ventanillas para damnificados.
Usted y yo y millones de ciudadanos sí nos veremos ante un fenómeno que amenaza
todo lo que se creía seguro: la sociedad establecida, la seguridad y el salario,
ya fuera precario o menos.
Viene un terremoto y las estrategias para abordarlo reflejan
el temor del Poder político a asumir responsabilidades que van más allá de
sumar votos o formar coaliciones. No hace falta ser profetas de la fatalidad
porque la estamos apenas vislumbrando, mientras no se cansan de repetirnos que
lavándose las manos y llevando mascarillas se puede detener esa ola fúnebre que
amenaza con arrastrarnos. Ya habrá guionistas de series televisivas preparando
la alfalfa que habrán de consumir las víctimas en sus protegidas casas.
No hay catástrofe sin que haya beneficiados; lo que ocurre
en esta ocasión es que la envergadura de la pandemia, su carácter
internacional, el temor ante lo imprevisible… no consienten hacer ejercicios de
literatura, aunque sea mala. Me sorprende, dentro de lo sorpresivo que resulta
todo, el caso de Luis Sepúlveda, apenas apuntado por los medios. Este escritor
chileno que se consagró con aquel hermoso libro 'El viejo que leía novelas de
amor', residente en Asturias desde hace muchos años, entró en el hospital tras
un viaje de trabajo a Portugal. Allí sigue, luchando por la vida en la Unidad de Cuidados
Intensivos de Oviedo. No sólo por amistad ni por solidaridad gremial pero su
caso tiene algo de metáfora de lo imprevisible que nos amenaza. Pilló el
coronavirus en Oporto, lo trajo de Portugal a España y entró en coma. Nada
reseñable ni extraordinario. Sólo esa amenaza de catástrofe, imprevisible, como
una nota a pie de página de un libro que no escribimos nosotros, que lo redacta
el azar. Por eso ante el miedo inevitable sólo cabe la dignidad de asumirlo y
combatirlo.
De casa al trabajo y cubriendo la viceversa para esquivar la
muerte y ni así.
Y los findes –putos horteras léxicos- encerrado en el
agujero.
Hay que fortalecer el sistema capilar con la doble malta.
J.S.M., en caída.
¿Qué quieren decir cuando apelan a la responsabilidad
individual?
Que seamos buenos todos y cada uno de nosotros.
Otra metáfora fallida.
E.S., de la
Academia de la
Lengua.
De Arcadi Espada, diosolado.
Ni dios.
Ana Nuño me envía estas imágenes de Santa María del Mar,
grabadas hoy a las 10 y media de la mañana. La iglesia, la más bella de la Cristiandad, parece
vacía. Pero está llena de miedo, de enfermedad y de muerte y nadie puede gozar su
soledad.
31-07-2020.
Se te va julio.
R.R., almanaquero.
En la capital se ha dictado una nueva sintomatología frente
a la pandemia:
De una y media a siete de la mañana, la policía te puede
multar si no justificas tu presencia en la calle.
Todos los bares, restaurantes y salas de fiesta deberán
cerrar a la una y media de la mañana.
En los locales de hostelería cada persona tiene que aportar
su nombre y apellidos y su número de teléfono.
La una y media es la nueva sensación –INXX- la vacuna.
S.D., biólogo dipsómano.
Por cierto, ¿cómo va lo de las inyecciones y las vacunas?
E.O., yonquie.
Elevación de la matriz extracelular.
A.G., pregonero.
01-08-2020.
Se aviene agosto cargado de engaños sanitarios.
W.W., prestidigitador.
Mayoritariamente dicen que la vida ya no volverá a ser como
antes después de la aparición del coronavirus y la consecuente pandemia.
Aquí va una reflexión filosófica acerca del tema y la letra
dice así:
Has de saber bobo la vida ya no es la misma vida si no te
has enterado la vida ya no es la de anteayer habrás escuchado algo la vida a
partir de ahora es otra vida indudablemente no es una vida anterior será una
vida posterior una nueva vida plena feliz como aquella vida que se acabó...
02-08-2020.
La gente que vive vidas regulares es a menudo incapaz de
concebir cómo es que ha hombres que, con los ojos abiertos, hacen cosas que es
claro que, muy probablemente, van a acarrearles la ruina, la ignominia, quizá el suicido el patíbulo Encuentran una explicación a esta
conducta suponiéndola una consecuencia de estados de delirio, de locura, o de
la cegadora influencia de la pasión, etcétera, etcétera. No reparan en que los
hombres que realizan actos que implican un fracaso tal en su vida, son sobre
todo hombres que ya están en una posición sólo a dos pasos de ahí.
J.S.Mill, a diario.
Al escribir, los adelanto y atraso a mi gusto; ese es el
engaño de la historia de la
Historia y sus datos.
T.O., verificador impotente.
Aparte del dolor corporal y del sufrimiento de ver sufrir a
aquellos que nos aman, lo más desagradable del morir es el tedio intolerable de
todo ello. No debería haber muertes lentas.
J.S.Mill, velocista en 1854.
Me parece de una belleza hiriente.
D.F., microscopista.